西语小说阅读:《总统先生》(9)
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2020-04-24 01:10
编辑: 欧风网校
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西语小说阅读:《总统先生》(9)
《总统先生》(9)
Ojo de vidrio
El peque o comercio de la ciudad cerraba sus puertas en las primeras horas de la noche, después de hacer cuentas, recibir el periódico y despachar a los últimos clientes. Grupos de muchachos se divertían en las esquinas con los ronrones que atraídos por la luz revoloteaban alrededor de los focos eléctricos. Insecto cazado era sometido a una serie de torturas que prolongaban los más belitres a falta de un piadoso que le pusiera el pie para acabar de una vez. Se veía en las ventanas parejas de novios entregados a la pena de sus amores, y patrullas armadas de bayonetas y rondas armadas de palos que al paso del jefe, hombre tras hombre, recorrían las calles tranquilas. Algunas noches, sin embargo, cambiaba todo. Los pacíficos sacrificadores de ronrones jugaban a la guerra organizándose para librar batallas cuya duración dependía de los proyectiles, porque no se retiraban los combatientes mientras quedaban piedras en la calle.
La madre de la novia, con su presencia, ponía fin a las escenas amorosas haciendo correr al novio, sombrero en mano, como si se le hubiera aparecido el Diablo. Y la patrulla, por cambiar de paso, la tomaba de primas a primeras contra un paseante cualquiera, registrándole de pies a cabeza y cargando con él a la cárcel, cuando no tenía armas, por sospechoso, vago, conspirador, o, como decía el jefe, porque me cae mal...
La impresión de los barrios pobres a estas horas de la noche era de infinita soledad, de una miseria sucia con restos de abandono oriental, sellada por el fatalismo religioso que le hacía voluntad de Dios. Los desagües iban llevándose la luna a flor de tierra, y el agua de beber contaba, en las alcantarillas, las horas sin fin de un pueblo que se creía condenado a la esclavitud y al vicio.
En uno de estos barrios se despidieron Lucio Vásquez y su amigo.
— Adiós, Genaro!... —dijo aquél requiriéndole con los ojos para que guardara el secreto—, me voy volando porque voy a ver si todavía es tiempo de darle una manita al traído de la hija del general.
Genaro se detuvo un momento con el gesto indeciso del que se arrepiente de decir algo al amigo que se va; luego acercóse a una casa —vivía en una tienda— y llamó con el dedo.
— Quién? Quién es? —reclamaron dentro.
—Yo... —respondió Genaro, inclinando la cabeza sobre la puerta, como el que habla al oído de una persona bajita.
— Quién yo? —dijo al abrir una mujer.
En camisón y despeinada, su esposa, Fedina de Rodas, alzó el brazo levantando la candela a la altura de la cabeza, para verle la cara.
Al entrar Genaro, bajó la candela, y dejó caer los aldabones con gran estrépito y encaminóse a su cama, sin decir palabra. Frente al reloj plantó la luz para que viera el resinvergüenza a qué horas llegaba. éste se detuvo a acariciar al gato que dormía sobre la tilichera, ensayando a silbar un aire alegre.
— Qué hay de nuevo que tan contento? —gritó Fedina sobándose los pies para meterse en la cama.
— Nada! —se apresuró a contestar Genaro, perdido como una sombra en la oscuridad de la tienda, temeroso de que su mujer le conociera en la voz la pena que traía.
— Cada vez más amigo de ese policía que habla como mujer!
— No! —cortó Genaro, pasando a la trastienda que les servía de dormitorio con los ojos ocultos en el sombrero gacho.
— Mentiroso, aquí se acaban de despedir! Ah!, yo sé lo que te digo; nada buenos son esos hombres que hablan, como tu amigote, con vocecita de gallo-gallina. Tus idas y venidas con ése es porque andarán viendo cómo te hacés policía secreto. Oficio de vagos, cómo no les da vergüenza!
— Y esto? —preguntó Genaro, para dar otro rumbo a la conversación, sacando un faldoncito de una caja.
Fedina tomó el faldón de las manos de su marido, como una bandera de paz, y sentóse en la cama muy animada a contarle que era obsequio de la hija del general Canales, a quien tenía hablada para madrina de su primogénito. Rodas escondió la cara en la sombra que ba aba la cuna de su hijo, y, de mal humor, sin oír lo que hablaba su mujer de los preparativos del bautizo, interpuso la mano entre la candela y sus ojos para apartar la luz, mas al instante la retiró sacudiéndola para limpiarse el reflejo de sangre que le pegaba los dedos. El fantasma de la muerte se alzaba de la cuna de su hijo, como de un ataúd. A los muertos se les debía mecer como a los ni os. Era un fantasma color de clara de huevo, con nube en los ojos, sin pelo, sin cejas, sin dientes, que se retorcía en espiral como los intestinos de los incensarios en el Oficio de Difuntos. A lo lejos escuchaba Genaro la voz de su mujer. Hablaba de su hijo, del bautizo, de la hija del general, de invitar a la vecina de pegado a la casa, al vecino gordo de enfrente, a la vecina de a la vuelta, al vecino de la esquina, al de la fonda, al de la carnicería, al de la panadería.